Lunes, doce del mediodía.Circulo libre por la calle Alcalá (dirección Ventas) siguiendo la estela humeante de un autobús verde y sucio (línea 201). Tras demasiados metros tragándome su mugrienta mugre (sic), ya sin paciencia ni oxígeno que llevarme a la boca decido aprovechar una parada suya para adelantarle. En esto, y justo cuando ya creía haber conseguido quitármelo de encima, el autobús acelera (sin intermitente, o con el intermitente escondido bajo la mugre) y se echa a mi lado. Freno y le pito. El conductor del autobús, lejos de pedirme disculpas, acelera y me saca el brazo por la ventanilla (con su dedo índice en plena erección), lo cual me obliga a realizar una maniobra suicida. Freno y me quedo clavado a escasos dos milímetros del autobús.
Me restrego los ojos y sólo entonces reparo en el enorme cartel publicitario que lleva impreso en su lateral:
"Dios sí existe. Disfruta de la vida en Cristo"
- ¡He estado a punto de morir aplastado por un autobús creyente! - pienso para mis adentros ateos.
Entonces me vienen a la mente ciertos pasajes de la Biblia (según la Taxipedia: Best Seller escrito por VV.AA. hace la hostia de siglos e impreso en papel de fumar (¿?)); en concreto los que hablan del perdón y de poner la otra mejilla.
- Seguro que si acelero y vuelvo a ponerme a su altura, y atendiendo a su caridad cristiana, me pedirá disculpas - vuelvo a decirme.
Y así lo hago. Aprovechando la potencia de mi taxi consigo alcanzar al conductor y vuelvo a pitarle (piii, piii, etc):
- ¡Que te folle un pez! - me dice ahora.
Claro, pienso. A los creyentes les gusta jugar con las metáforas. Con lo de 'pez' seguro que se refiere a la multiplicación de los panes y los peces, osea que lo que realmente ha querido decirme es que desea con todo su corazón que en lo sucesivo disfrute del sexo con tantos animales acuáticos como pueda, y que nunca me falte un buen trozo de pan que llevarme a la boca.
- ¡Gracias! Igualmente... - le contesto, feliz.
- Y la próxima vez que me pites me bajo y te doy dos hostias - añade con la voz ronca (de tanto rezar, supongo).
Ahora quiere darme la absolución, ¡y por partida doble! Vuelvo a tocarle el claxon (esta vez levantando el pulgar y guiñándole un ojo).
El autobús frena en seco y se baja un hombre grande y grueso (sacerdote de paisano, seguro). Yo me bajo también.
Lo que sigue, no lo recuerdo con demasiada nitidez. Tan solo me vienen flashes de estrellas, nubes, cielo y un fuerte dolor de cabeza. No sabía que la absolución fuera tan dolorosa...
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