Cuando hablamos de inversión social frecuentemente usamos el concepto con una connotación univoca: lo asumimos de entrada con el apellido de PÚBLICA, y como en este país la ley de presupuesto asigna al gasto social unas sumas escandalosamente bajas nos sentimos abrumados, vencidos de antemano ante la situación de miseria, de marginación y de exclusión dominicana que requeriría de fondos abundantes, de voluntad y de dolientes para ser superada.Pero como Dios no abandona a sus criaturas, y los/las cristianos/as tenemos a partir de Vaticano II, de Medellín y de Puebla el nuevo mandamiento de la opción preferencial por los pobres, una abre un día un sobre Manila en su despacho y encuentra una revista que enciende en el corazón apesadumbrado un rayo de esperanza. La revista es la No. 7 de Sur Futuro, y nos muestra un ejemplo concreto de lo que es inversión social privada.
Por debilidad de nuestro aparato productivo, porque existen pocos empresarios con conciencia real de que sus propios beneficios dependen de que en el país haya menos desigualdades, que más gente pueda participar en mercados internos, comprar, consumir, sentir menos rabia de transitar descalza mientras por su lado pasan tantos vehículos de lujo, en nuestro país casi no se habla de esa inversión social privada, a la que Peña Gómez bautizó, con la genial metáfora de “impuesto por la paz”. No hay tampoco mucha legislación que cree el vínculo solidario entre Estado y empresas para estimular el aporte privado en la lucha nacional contra la pobreza. La ley 66-97 de Educación, la pobre, tan maltratada y violada incluso por algunos de los que en principio participaron en su formulación, tiene un buen ejemplo en su capítulo 10, artículo 199, del impulso conjunto que hay que darle a esa alianza necesaria entre sociedad y estado.
No se ha aplicado ni cumplido, se denunció en la Cumbre Gubernamental que tantas frustraciones irá acumulando según pasan los días; pero honra a los que redactaron la Ley de Educación esa visión moderna de hacer una yunta para lograr una cohesión social que se sustenta en una ética y en un compromiso definido.
Hay algunos dominicanos y dominicanas, empero, que no han esperado a que se legisle para invertir en la gente, como pedía Peña Gómez en su lema de campaña y de vida.
Se adelantan, movidos/as por el aliento de solidaridad con los que sufren; arde en ellos/as como lámpara viva el imperativo de servir, como nos mando Jesucristo. Son cristianos/as comprometidos/as, criaturas sensibles que no quieren ejercer en solitario “guetto” familiar el privilegio de educar a sus hijos/as en calidad, de verlos/as bien nutridos/as y alegres, conociendo y disfrutando de las bellezas de la vida. Creen de verdad en los derechos humanos, apuestan por un país donde la ciudadanía sea patrimonio de todos/as, y sienten la obligación moral de ampliar el círculo virtuoso del bienestar para que ingresen los que no nacieron ni crecieron en él.
Esos/as dominicanos/as son, también, entes productivos inteligentes que entienden que en un país con tanta pobreza que alcanza la indigencia, la injusta distribución de bienes y servicios genera delincuencia, atraso y odios, y se estrechan las posibilidades de productividad y desarrollo empresarial. La miseria, como ogra con hambre, se traga día tras día en este país no solo los satisfactores materiales de las necesidades de la vida, sino también valores y principios. Y algunos/as se preocupan y dicen presente en acciones fecundas.
Melba Segura de Grullón es una de esas dominicanas que da el frente al deterioro de nuestra sociedad. Preside la Fundación Sur Futuro, y ha convertido esta institución en un arquetipo pulcro y atinado que debe convertirse en un paradigma para el empresariado nacional.