martes, 24 de marzo de 2009

OBAMA Y EL CAPITALISMO

El fin del capitalismo se ha pronosticado desde mediados del siglo XIX. No me adhiero a esa tesis en este artículo porque no creo que el capitalismo esté en extinción, pero indudablemente lo ha sacudido un fuerte sismo y todavía se sienten los temblores.

Varios países desarrollados han declarado formalmente estar en recesión, aunque ninguno ha proclamado tener una depresión.

El argumento esencial para marcar la diferencia entre estos estadios de agonía económica es que la magnitud de la desaceleración económica no alcanza los niveles de 1929-1930.

De todas maneras, la complejidad de la crisis actual es altamente perturbadora.

Estados Unidos, motor de la economía mundial por sus altos niveles de consumo e innovación tecnológica, enfrenta múltiples crisis: (1) la inmobiliaria producida por el cúmulo de préstamos hipotecarios impagables (los llamados préstamos basura), (2) la financiera que desató la hipotecaria, (3) el desplome de la bolsa de valores que ha perdido alrededor de 50% de su valor, (4) el déficit en la balanza comercial (importa mucho más de lo que exporta), y (5) el déficit fiscal creado fundamentalmente por las guerras en Afganistán e Irak.

El resultado ha sido una reducción significativa de la riqueza de un amplio segmento de la población, ya sea porque el valor de la vivienda se desplomó, perdieron dinero al caer la bolsa de valores, o perdieron su trabajo.

Al llegar al poder, Obama se encontró con las ruinas del terremoto y el nuevo gobierno trata de restaurar la economía en medio de los escombros.

El desafío consiste en restablecer el valor de las propiedades (viviendas y empresas), mejorar la confianza de los empresarios y consumidores en la economía, y crear una sociedad menos desigual.

Para enfrentar los problemas, hay dos vías dentro del marco del capitalismo norteamericano. Ambas se debaten actualmente.

Una se concentra en restablecer la funcionalidad básica del sistema económico, devolviendo a los empresarios rentabilidad bajo la suposición de que así se beneficiará a toda la sociedad. Esta fórmula es preferida por los republicanos.

La otra, que impulsa Obama, postula que el colapso económico hay que aprovecharlo para llevar la sociedad norteamericana a un nuevo puerto, donde se reduzcan los riesgos de fuertes debacles como la actual. Esto supone regular mejor el sistema financiero y hacer grandes inversiones públicas en infraestructura y programas sociales.

Además de estabilizar la economía, Obama ha planteado la necesidad de transformar el sistema de salud para garantizar un servicio médico accesible a la población, cambiar las bases del sistema energético hacia modalidades renovables, y mejorar el sistema educativo para que Estados Unidos pueda competir económicamente con otras naciones desarrolladas.

La oposición republicana critica esta ambiciosa agenda con dos argumentos: 1) que no se pueden realizar tantas reformas simultáneamente porque se sobrecargan los mecanismos de toma de decisión, y 2) que la propuesta de Obama representa el fracasado modelo socialista que no está acorde con los valores de la sociedad norteamericana.

Este segundo argumento ha sido esencial por mucho tiempo de la estrategia atemorizadora de los republicanos para obstaculizar el cambio social.

¿Tendrán éxito esta vez en impedirlo? ¿Se impondrá de nuevo el enriquecimiento especulativo que ha llevado a la crisis actual? O por el contrario, ¿servirán los escombros de la crisis para redefinir el capitalismo del siglo XXI con reglas más prudentes e igualitarias?

La situación estructural es propicia para un cambio, pero la ideología asentada durante 30 años de conservadurismo y neoliberalismo impone grandes obstáculos para alcanzar las transformaciones.

Ronald Reagan fue el actor político mediante el cual se articuló la agenda neoliberal-conservadora. Barack Obama funge ahora como actor político para la construcción de un posible nuevo modelo capitalista, sustentado en mayor intervención del Estado en los circuitos de acumulación y distribución de capital.

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