jueves, 30 de abril de 2009

EL SOCIALISMO FRACASÓ. EL CAPITALISMO ESTÁ QUEBRADO. ¿QUÉ VIENE AHORA?

Cualquiera sea el logotipo, el paso del libre mercado a la acción pública debe ser mayor que lo que suponen los políticos. Subestimamos lo adictos que son los gobiernos a la droga de libre mercado que los ha hecho sentirse bien por décadas. El siglo XX ya quedó atrás, pero todavía no hemos aprendido a vivir en el XXI. O por lo menos a pensar de una manera adecuada a él. Eso no debería ser tan difícil como parece, porque la idea básica que dominó la economía y la política del siglo pasado manifiestamente desapareció por el desagüe de la historia.

Ésta consistía en la forma de pensar sobre las economías industriales modernas, o sobre cualquier economía, en términos de dos contrarios mutuamente excluyentes: capitalismo o socialismo. Hemos vivido dos intentos prácticos de materializarlos en su forma pura: la economía centralmente planificada por el Estado al estilo soviético y la economía capitalista de libre mercado totalmente irrestricta y sin controles.

La primera se hizo trizas en los '80 y, con ella, los sistemas políticos comunistas europeos. La segunda se está viniendo abajo ante nuestros ojos en la mayor crisis del capitalismo global desde los '30. En ciertos sentidos, es una crisis mayor que la de los '30, porque la globalización de la economía no estaba por entonces tan avanzada como hoy, y la crisis no afectó a la economía planificada de la Unión Soviética. No sabemos todavía cuán graves y duraderas serán las consecuencias de la actual crisis mundial, pero ellas marcarán seguramente el fin del tipo de capitalismo de libre mercado que cautivó al mundo y a sus gobiernos en los años transcurridos desde Margaret Thatcher y Ronald Reagan.

ECONOMÍA MIXTA

De allí que la impotencia enfrenta tanto a los que creen en un capitalismo de mercado puro, sin Estado, una especie de anarquismo burgués internacional, como a los que creen en un socialismo planificado incontaminado por la búsqueda privada de ganancias. Ambos están en quiebra. El futuro, como el presente y el pasado, pertenece a las economías mixtas en las que lo público y lo privado se combinan de una manera u otra.

¿Pero cómo? Ése es hoy el problema para todos, pero en especial para las personas de izquierda.

Nadie piensa seriamente en regresar a los sistemas socialistas del tipo soviético (no sólo debido a sus fallas políticas, sino por la creciente pesadez e ineficiencia de sus economías), aunque esto no debería llevarnos a subestimar sus impresionantes logros sociales y educacionales. Por otra parte, hasta que el libre mercado global implosionó el año pasado, hasta los socialdemócratas y otros partidos moderados de izquierda en los países ricos del capitalismo del Norte y Australia se habían comprometido cada vez más con el éxito del capitalismo de libre mercado.

Lo cierto es que, entre la caída de la Unión Soviética y ahora, no puedo recordar que ningún partido o líder haya denunciado al capitalismo como inaceptable. Ninguno se comprometió más con él que el nuevo laborismo. En sus políticas económicas, tanto Tony Blair como (hasta octubre de 2008) Gordon Brown podían ser descritos sin exagerar como unos Thatcher con pantalones. Lo mismo es cierto respecto del Partido Demócrata de Estados Unidos.

La idea básica del laborismo desde los '50 fue que el socialismo era innecesario porque podía confiarse en que un sistema capitalista florecería para generar más riquezas que cualquier otro. Todo lo que los socialistas tenían que hacer era asegurar su distribución equitativa. Pero desde los '70 el acelerado auge de la globalización lo hizo más y más difícil y socavó la tradicional base de apoyo y las políticas del Partido Laborista y, de hecho, de cualquier partido socialdemócrata.

HACE 20 AÑOS

Muchos en los '80 coincidían en que para evitar el naufragio del barco laborista, lo que en esa época era una posibilidad real, había que refaccionarlo. Pero no fue refaccionado. Bajo el impacto de lo que veía como el renacimiento económico thatcheriano, el nuevo laborismo se tragó entera, desde 1979, la ideología, o más bien la teología, del fundamentalismo del libre mercado global. Gran Bretaña desreguló sus mercados, vendió sus industrias al mejor postor, dejó de fabricar cosas para exportar (al revés de Alemania, Francia y Suiza) y puso su dinero en convertirse en el centro global de los servicios financieros y, por ende, un paraíso para los multimillonarios lavadores de dinero.

Por eso es que el impacto de hoy de la crisis mundial sobre la libra esterlina y la economía británica será probablemente más catastrófico que sobre cualquier otra gran economía occidental, y una plena recuperación podría ser más difícil.

Usted podría decir que ahora todo se terminó. Estamos libres para regresar a la economía mixta. La vieja caja de herramientas del laborismo vuelve a estar disponible (todo, hasta la nacionalización), por lo que procedamos y utilicemos otra vez las herramientas, las que nunca debió haber guardado el laborismo. Pero ello sugiere que sabemos qué hacer con ellas. No lo sabemos. Por de pronto, no sabemos cómo superar la crisis actual. Ninguno de los gobiernos, bancos centrales o instituciones financieras internacionales lo saben: todos son como un ciego tratando de salir de un laberinto golpeando las murallas con diferentes tipos de bastones con la esperanza de encontrar la salida.

Por otra parte, subestimamos lo adictos que son los gobiernos y los que toman las decisiones a las drogas de libre mercado que los han hecho sentirse tan bien durante décadas. ¿Nos hemos realmente librado de la presunción de que la empresa privada con fines de lucro es siempre una manera mejor y más eficiente de hacer las cosas? ¿Que la organización y la contabilidad de la empresa deberían ser el modelo, incluso para los servicios públicos, la educación y la investigación?

¿Qué el creciente cisma entre los súper ricos y el resto no importa demasiado, en la medida en que al resto (excepto la minoría de los pobres) le está yendo algo mejor? ¿Que lo que un país necesita es, bajo cualquier circunstancia, máximo crecimiento económico y competitividad comercial? No lo creo.

Pero una política progresista requiere más que sólo un rompimiento más grande con las presunciones económicas y morales de los últimos 30 años. Requiere de un retorno a la convicción de que el crecimiento económico y la prosperidad que éste trae es un medio y no un fin. El fin es lo que él hace por las vidas, las oportunidades vitales y las esperanzas de las personas. Miren Londres. Por supuesto, a todos nos importa que la economía de Londres florezca. Pero el test para la enorme riqueza generada en sectores de la capital no está en que contribuya en 20% a 30% al PIB británico, sino en cómo afecta las vidas de los millones que allí viven y trabajan.

DISFRUTAR EL PROGRESO

¿Qué tipos de vidas están disponibles para ellos? ¿Pueden permitirse vivir allí? Si no pueden, no es una compensación que Londres sea también un paraíso para los ultrarricos. ¿Pueden conseguir empleos decentemente pagados o siquiera empleos? Si no pueden, no hay que hacer alarde de todos esos restaurantes de lujo y de sus teatrales chefs. ¿O escuelas para los hijos? Las inadecuadas escuelas no se ven compensadas por el hecho de que las universidades de Londres podrían formar un equipo de fútbol de ganadores de premios Nobel.

El test para una política progresista no es privado sino público, no se refiere sólo a aumentar los ingresos y el consumo de los individuos, sino a ampliar las oportunidades y lo que Amartya Sen llama las "capacidades" de todos mediante la acción colectiva. Pero eso significa, debe significar, iniciativas públicas sin fines de lucro, aunque más no sea para redistribuir la acumulación primitiva.

Decisiones públicas orientadas a una mejoría social colectiva en la que todas las vidas humanas deberían ganar. Ésa es la base de la política progresista: no maximizar el crecimiento económico y los ingresos personales. En ninguna parte será esto más importante que al abordar el mayor problema que enfrentamos en este siglo: la crisis medioambiental. Cualquiera sea el logotipo ideológico que elijamos para ello, significará un giro mayor desde el libre mercado a la acción pública... Y, dada la agudización de la crisis económica, probablemente un giro bastante rápido. El tiempo no está de nuestra parte.

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