NO ES PAÍS PARA JÓVENES

Debo de estar haciéndome mayor. O quizás el mundo esté dando más vueltas de las que mi equilibrio emocional me permite asimilar sin sentir el vértigo del futuro incierto al que se enfrentan mis hijos preadolescentes.

Sé que no soy el único preocupado, como que estoy condenado al encasillamiento de los simplistas, pero no puedo ser políticamente correcto porque es parte del problema.

Les decía de mi angustia como padre de chavales de una generación que recibe los dones y miserias de la sociedad más avanzada, de Internet, la cultura global, las nuevas tecnologías, el bienestar; de la estabilidad política que soñaron generaciones precedentes… pero también de la Logse y la Ley del Menor, del alcohol por litros, droga en pastillas… de la permisividad.

Una generación de niños que se sabe amparada por la Justicia pero sufre en silencio los abusos de sus iguales sin denunciar, pues pasar desapercibido es seguro a todo riesgo; chicos en libertad, pero a los que llevar determinada prenda puede situarles en centro de una diana; adolescentes que se creen invencibles, cuando sufren el complejo de pelota en el juego de la vida veloz y desestructurada de sus padres; niños hechos hombres y mujeres con la urgencia de la sociedad de alto consumo televisivo, de héroes vagos y paraísos virtuales, que no pueden alertar de su soledad en el campo abierto de tuenti; que creen en la igualdad y la competitividad hasta que se enfrentan a la precariedad y el enchufismo… hijos de una generación envidiable a la que le prometen conquistar el futuro sin esfuerzo ni tener que discernir entre el bien y el mal.

Dejamos la Feria entre los cristales rotos del botellón, por el callejón donde le quitaron la vida a un joven por una sudadera, hasta llegar hoy a la cita con los cien días sin Marta. Quizás por eso he tenido la necesidad de escribir desde la angustia, que ruego me disculpen, pero que no creo sea sólo un abatimiento circunstancial de este viejo de 42.