De manera constante recibimos en nuestra cabeza mensajes de nuestro entorno social que nos indican el camino para autorrealizarnos personal o laboralmente, para culminar con éxito nuestros proyectos.
Son mensajes de todo tipo, algunos orientados al consumo de productos o servicios, otros que nos aconsejan alcanzar un determinado estilo de vida: compra un coche de alta gama, ponte a dieta, veranea en prímera línea de playa, asegúrate una buena jubilación.
Es el mismo estrés vital que proyectamos a nuestros hijos: queremos que aprendan idiomas, que obtengan buenas notas, incluso les animamos a que compitan entre ellos en agún deporte o disciplina desde edades tempranas.
Pero el caso es que si hiciéramos balance de nuestra experiencia, de lo que nos ha quedado prendido en la memoria, rara vez nuestros recuerdos se proyectan más allá de hechos en apariencia insignificantes, cuya trascendencia apenas podríamos explicar a nuestros semejantes.
Los éxitos profesionales, las conquistas, los caprichos de la sociedad del bienestar jamás perduran, y en ocasiones la satisfacción que nos regalan desaparece en el preciso instante de su conquista. Con esta entrada en el blog me gustaría contaros las dos o tres cosas que considero importantes en mi vida, y también espero sacudir en alguno de vosotros el impulso de considerar con ojos nuevos su propia realidad.
Yo me quedo con muy pocas “pertenencias” en el equipaje que me llevaría a la isla desierta de mi conciencia. Casi todas están más relacionadas con lo que pasa dentro de uno, incluso en silencio: el olor a jazmín de la casa de mi abuela en Sevilla, la familia reunida en aquellas interminables veladas nocturnas en el jardín. Ver a un artista ejercer su oficio durante horas, contemplar el movimiento incesante del mar reflejado en las hojas del álamo, provocar una sonrisa en el rostro de alguien querido.
Por contra, no me llevaría un centavo ni gadgets, contratos, reprimendas. Desde luego, no me llevaría mis ideas políticas ni mi condición de ciudadano europeo. Es bajo esta luz donde uno observa los acontecimientos y las contrariedades cotidianas con la perspectiva suficiente para evitar la ansiedad o el desasosiego, para saborear las pequeñas anécdotas de cada día.
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