Cualquier persona mínimamente sensible al dolor ajeno, es decir alguien que no toleraría que se maltrate un perro en su presencia, con mayor motivo quedará desolado ante imágenes de un atentado, guerra brutal o tantas otras formas de sinrazón que surgen como fósiles de conducta del arcaico cerebro reptiliano de la especie, zombis que resucitan su parte primitiva. La indignación humana ante cosas así nace a menudo del deseo de respuestas justas y racionales venidas del cerebro moderno. Pero a veces, la indignación de un individuo surge también de un turbio magma pasional similar al que inspiró las acciones que le indignan, lo que le impide un juicio más racional y justo de lo que ocurre.
Es sabido que hay antiabortistas que matan por amor a la vida; que revolucionarios sacrificaron por amor al hombre a millones de ellos en el altar del dios de la venganza Moloch ante el que un agravio exige una contrapartida mayor; que hay patriotas que hacen estéril su patria al vengar con sangre remotas o supuestas ofensas; que hay indignados hombres piadosos que matan por Dios. La indignación no es necesariamente en sí misma una actitud moral.
La ofensiva del Estado de Israel sobre la Gaza de Hamas, con su trágica secuela de la muerte de cientos de inocentes y sus imágenes de destrucción e impotencia, provoca estos días ríos de indignación. No hay motivo para dudar de la justa ira de mucha gente honesta ante la sinrazón de la muerte de demasiados civiles que no cabe justificar en que la milicia de Hamas renuncie a combatir en campo abierto para confundirse entre la neutralidad civil y de institutos internacionales. Pero repugna el aire de superioridad moral y el abstracto sentido de culpa colectiva que exhiben ciertos indignados.
Pero estamos sobrados de sentimientos y culpas. Lo que necesitamos son razones para acabar con tal irracionalidad.
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