domingo, 21 de junio de 2009

EDITORIAL

Sin la profecía sólo queda la complicidad

Estimado señor Cardenal Angelo Bagnasco:

Vivimos en la misma ciudad y pertenecemos a la misma Iglesia: usted como obispo, yo como cura. Usted es también el jefe de los obispos italianos, por lo que ha de dividirse en un 50% entre Génova y Roma. En Génova se dice que usted participa poco en la vida de la diócesis y probablemente en Roma dirán lo mismo pero en sentido contrario. Es el destino de los viajantes y de los cardenales a porcentaje. Con este documento público me dirijo al 50% del cardenal que es presidente de la CEI (Conferencia Episcopal Italiana), aunque también al 50% del cardenal que es obispo de Génova, porque las decisiones del primero afectan directamente al pueblo de su ciudad.

He leído su discurso a la 59ª Asamblea General de la CEI (24-29 de mayo de 2009), así como su conferencia de prensa del 29 de mayo de 2009. Me ha llamado la atención la delicadeza, casi el disgusto con el que ha tratado –o mejor dicho no ha tratado– la cuestión moral (¿o inmoral?) a la que se enfrenta nuestro país a causa del comportamiento del presidente del gobierno, algo que ya se ha demostrado de forma inequívoca: trato habitual con menores, perjurio sobre sus hijos, uso de la falsedad como herramienta de gobierno, planificación de la mentira en los medios de comunicación que controla, calumnia como arma política.

Usted y el secretario de la CEI han desleído las palabras hasta diluirlas en un caldito que incluso las novicias de un convento podrían beberse. Sin embargo, las acusaciones son graves y las fuentes fidedignas: la mujer acusa públicamente a su marido presidente del gobierno de «ir con menores», manifiesta que se le ha de tratar «como a un enfermo», lo describe como un «dragón al que hay que sacrificar vírgenes como ofrenda». Las entrevistas publicadas por un único (¡sic!) diario italiano en el desierto de la omertà (silencio) de todos los demás y de casi toda la prensa extranjera, han confirmado, más allá de cualquier duda, que el presidente del gobierno ha mentido descaradamente a la nación y sigue mintiendo sobre sus procedimientos judiciales, sobre la inacción de su gobierno y sobre su pedofilia. Una sentencia de un tribunal de primera instancia ha certificado que es un corruptor de testigos llamados a juicio y usa la mentira come instrumento ordinario de vida y de gobierno. Pese a ello, se jacta de moral católica: Dios, Patria, Familia. En una cadena de televisión complaciente ha transformado en algo privado un asunto público para utilizarlo con fines electorales, sin ningún pudor ético ni institucional.

Usted, señor Cardenal, presenta el magisterio de los obispos (y del papa) como garante de la Moral, centrada en la persona y en los valores de la familia; sin embargo, ni usted ni los obispos han dicho una sola palabra inequívoca sobre un hombre, jefe del gobierno, que ha llevado a nuestro pueblo al nivel más bajo de la degradación moral, avivando los instintos de seducción, fuerza/astucia y egoísmo individual. Los obispos asisten a la ruina moral del país ciegos y mudos, afónicos, escondidos tras una cortina de incienso que les impide ver la «verdad» que es la pura «realidad». Su actitud es reincidente, porque han utilizado el mismo lenguaje inocuo con los rechazos de los inmigrantes, que infringen todos los dictámenes del derecho, la Ética y la Doctrina Social de la Iglesia católica, con los que el gobierno suele llenarse la boca para complacerles, tomándoles así el pelo. Ustedes se han rasgado las vestiduras contra las parejas de hecho y las tutelas correspondientes, han hecho fracasar un referéndum en nombre de los supremos «principios no negociables» y ahora lo único que tienen que decir es que sus palabritas son «para todos», es decir, para nadie.

El pueblo creyente (de nuestro credo y de otros) se divide en dos clases: los desorientados y los resignados. Los primeros no entienden por qué no le han ahorrado reproches a Romano Prodi, intachable y católico practicante, mientras absuelven todas las inmoralidades de Berlusconi. ¿O es que no están dando una absolución previa, cuando tanto les interesa puntualizar que desde el punto de vista ético ustedes «hablan para todos»? Esa expresión vacía les permite no nombrar a nadie en particular y estar a las duras de la moral genérica (es decir, la inmoralidad) y a las maduras de los ingentes intereses en los que están implicados: en esa misma entrevista ha pedido usted más financiación para los colegios privados, relacionando así las dos cosas. ¿Podría ser una advertencia de que, si no llega la financiación, están dispuestos a abandonar al gobierno y a la actual mayoría que se mantiene gracias al voto de los católicos ateos? Son muchos los que están dejando la Iglesia y empiezan a hacer entrega del ocho por mil a otras confesiones religiosas: usted sabe sin duda que las aportaciones a la Iglesia católica no hacen más que disminuir; pero ha de saber que esa es una consecuencia directa del inexistente magisterio de la CEI, que ha transformado la profecía en diplomacia y la verdad en servilismo.

Los católicos resignados aún están peor, porque llegan a la conclusión de que, si los obispos no condenan a Berlusconi y al berlusconismo, significa que no es grave, y pasan por alto la acusación de pedofilia, los estilos de vida sexual con harén incorporado, el método de gobierno basado en la falsedad, la mentira y el odio al adversario con tal de vencer a toda costa. Los católicos le votan y las mujeres católicas se vuelven locas por un modelo de corruptela, cuyas televisiones y periódicos sin escrúpulos deforman moralmente a nuestro pueblo con «modelos televisivos» ignominiosos, pendencieros e inmorales.

A los ojos de nuestra gente ustedes, obispos taciturnos, son corresponsables y cómplices, tanto si callan como si, peor aún, intentan aminorar el alcance de las responsabilidades personales. El pueblo ha codificado este delito con un refrán: tan ladrón es el que roba como el que aguanta el saco. ¿Por qué le aguantan el saco a Berlusconi y a su indecente mayoría? ¿Por qué no levantan la voz para decir que nuestro pueblo es un pueblo drogado por la televisión, en un 50% propiedad personal del presidente del gobierno, que influye directamente sobre el otro 50% estatal? ¿Por qué no dicen ni una palabra sobre el conflicto de intereses que está aplastando la legalidad y los fundamentos éticos de nuestro país? ¿Por qué siguen fornicando con un hombre inmoral que predica los valores católicos de la familia y luego se divorcia, se vuelve a casar, vuelve a divorciarse y se rodea de menores para solazarse en su senil falta de virilidad? ¿Por qué no dicen que con hombres así no tienen nada que compartir como creyentes, como pastores y como garantes de la moral católica? ¿Por qué no le han condenado cuando rechazó a los inmigrantes, enviándoles a una muerte segura? ¿No es acaso el mismo hombre que hizo un decreto para salvar a toda costa la vida vegetal de Eluana Englaro? ¿No son ustedes mismos los que defienden la vida «desde su inicio hasta su conclusión natural»? ¿La vida de los negros vale menos que la de una blanca? ¿Hasta ese punto les ha contaminado la herejía de la Lega y del berlusconismo? ¿Por qué no dicen que los católicos que le respalden, de la manera que sea, son corresponsables y cómplices de sus crímenes, que también condena la ética natural? ¡Qué lejos están los tiempos en que San Ambrosio, en el año 390, impidió que Teodosio entrara en la catedral de Milán porque «también el emperador está en la Iglesia, no por encima de la Iglesia »! Ustedes adoran a un becerro de oro.

Yo y, créame, muchos otros creyentes pensamos que usted y los obispos han perdido su autoridad y han renegado de su magisterio porque actúan por interés y no por amor a la verdad. Por oportunismo, no por el evangelio. Un gobierno disipador y una mayoría, esclavos de un amo que dispone de ingentes capitales procedentes de «mammona iniquitatis», se han declarado dispuestos a atender cualquier petición económica que les hagan, según el principio de que cada hombre y cada institución tienen su precio. ¿La promesa implica su silencio que –todo hay que decirlo– es un silencio de oro? Cuando su silencio no aguanta ya la evidente ignominia de los hechos, ustedes, que en esto son hábiles, sopesan las palabras y lanzan mensajes subliminales, pero sin molestar demasiado a su destinatario: «zanjar, aplacar,… aplacar, zanjar».

Señor Cardenal, ¿se acuerda del conde tío de Los Novios? «Vea su paternidad; son cosas, como yo le decía, que han de morir aquí, que se han de enterrar aquí, cosas que si se remueven demasiado… es peor. Ya sabe su paternidad lo que viene después: esos choques, esos piques, comienzan a veces por una bagatela, y siguen, siguen… Si quiere uno saber su razón primera, o no se da con ella, o salen a relucir otros mil líos. Aplacar, zanjar, padre muy reverendo: zanjar, aplacar» (A. Manzoni, Los Novios, cap. IX). ¿Hemos de pensar que las acusaciones de pedofilia contra el presidente del gobierno y las mentiras comprobadas al país son una “bagatela” que se perdona con «cinco Padrenuestros, Avemarías y Glorias»? El ex presidente de la República, Francesco Cossiga, ha descrito la situación de una manera feroz y ofensiva para ustedes, que no le han desmentido: «A la Iglesia le importan mucho las conductas privadas. Pero entre un devoto monógamo [léase: Prodi] que se opone a algunas de sus directrices y un mujeriego que en cambio le echa una mano concreta, la Iglesia aplaude al mujeriego. Ecclesia casta et meretrix» (La Stampa, 8-5-2009). Permítame traerle a la memoria un pasaje de un Padre de la Iglesia, el intachable San Hilario de Poitier, que ya en el siglo IV ponía en guardia contra las adulaciones y los regalos del emperador Constancio, el Berlusconi cesarista de turno: «Nosotros ya no tenemos un emperador anticristiano que nos persigue, sino que hemos de luchar contra un perseguidor aún más insidioso, un enemigo que adula; no nos flagela la espalda sino que nos acaricia el vientre; no nos confisca los bienes (dándonos así la vida), sino que nos enriquece para darnos muerte; no nos empuja hacia la libertad encarcelándonos, sino hacia la esclavitud invitándonos y honrándonos en su palacio; no golpea nuestro cuerpo, sino que se apodera de nuestro corazón; no nos corta la cabeza con la espada, pero nos mata el alma con el dinero» (Hilario di Poitiers, Contra el emperador Constancio 5).

Estimado señor Cardenal, en nombre de ese Dios que dice usted representar, denos una muestra de profecía, un susurro de evangelio, un relámpago veraniego de coherencia, de fe y de credibilidad. Si no puede hacerlo el 50% que le incumbe al presidente de la CEI «por intereses superiores», que lo haga por lo menos el otro 50% que le incumbe al obispo de una ciudad donde mucha, por no decir muchísima, gente se está alejando de la vida de la Iglesia debido a la moral elástica de los obispos italianos, basada en el principio de oportunismo, que es la negación de la verdad y del tejido conjuntivo de la convivencia civil.

Usted ha hablado de «emergencia educativa», que es también el tema propuesto para el próximo decenio, y se ha quejado de los «modelos negativos de la televisión». Supongo que usted sabrá que las televisiones no nacen bajo el arco de Tito, sino que tienen un propietario que es el jefe del gobierno y en ese doble papel condiciona los programas, la publicidad, la economía, los modelos y los estilos de vida, la ética y las conductas de las jóvenes a quienes sólo sabe ofrecer la perspectiva del «velinismo» (N.t. de velina = azafata televisiva) o, en segundo lugar, de parlamentario directamente dependiente del jefe que prodiga escaños en el parlamento como premios de fidelidad a quien demuestre ser más servicial, sobre todo si se trata de mujeres. Dicen las crónicas que el sultán se ha regocijado con su reacción porque se temía algo peor y, si lo dice él que es un experto, habrá que creerle. Ahora, alentado por la bendición de sus cosquillas, puede seguir dando rienda suelta a su audacia lasciva y a la trata de menores para inmolarlas en el altar del templo de su narcisismo paranoico, a beneficio del país de Berlusconistán, como lo llama la prensa inglesa.

Eminentísimo señor Cardenal, ¿podemos tener aún la esperanza de que los obispos ejerzan su ministerio con autoridad, sin alquimias que den cobertura a los ricos poderosos y perjudiquen la limpieza de la verdad, tal como enseña Juan el Bautista, que al Herodes de turno le grita, sin temer por su vida: «Non licet»? Al Precursor su palabra de condena le costó la vida, mientras que a ustedes el «callar» les trae suerte.

Quedo a la espera de sus noticias y aprovecho para saludarle atentamente.

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